La gran estafa americana, corrupción vintage

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Los malos tiempos son buenos para la picaresca. Eso es así desde que el lazarillo pasó por Tormes, y ni a los buscavidas, ni a los políticos, ni a los financieros, ni desde luego a los cineastas les ha pasado desapercibida esta realidad social, que siempre acaba convirtiéndose en poco menos que un género de moda cuando las cosas vienen mal dadas, ya que de algún modo a todos nos alivia ver que los ricos también sufren, que David sigue pudiendo con Goliat, que los corruptos acaban pagando por su fechorías (en la ficción, al menos), que los Robin Hood continúan existiendo, y que para bien o para mal casi nada es lo que parece. Una manera de evasión como otra cualquiera, que nos permite desconectar durante unas horas y centrar nuestra atención en los problemas ajenos, que entretienen y no angustian como los propios.

La gran estafa americana se inspira en personajes reales. En una trama de corrupción de los 70 que acabó con varios congresistas, un senador y un alcalde en prisión por un caso de corrupción y financiación ilegal en materia urbanística. Un tema, el de las comisiones, que sigue muy vigente. Tanto que los peinados y los modelitos de los personajes son lo único que contextualiza y diferencia el film de David O. Russell de lo que podría ser una adaptación actual a la pantalla grande de los contenidos de un Informe semanal o de un telenoticias cualquiera de estas últimas semanas.

Con ese aire retro y hortera a lo “fiebre del sábado noche”, la película desgrana, con un cierto desorden cronológico marcado por las perspectivas de los diferentes personajes, lo que en realidad es una investigación del FBI, que extorsionó a un estafador de poca monta para que, a cambio de su inmunidad, colaborara en una operación de mayor calado que implicara a políticos de primera línea en un tema de comisiones ilegales. Pero el principal acierto de Russell es que no se conforma con cincelar un convincente retrato de época y diseñar una imbricada intriga policial, sino que pone el acento en el desarrollo psicológico y sentimental de los personajes, en su deriva personal hacia el abismo. Y consigue así una mayor implicación emocional del público, que no asiste a la función como mero espectador distante, que es a menudo el papel que se le reserva en los films de género policial. Un intenso efecto que consiguió también, por ejemplo, el veterano Sydney Lumet en la fascinante Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), y de ahí su genialidad. De hecho, y dado que por ambientación, cronología y temática no es gratuito comparar La gran estafa americana con el Casino de Scorsese (aparición de De Niro inluida), traeremos a colación también la reciente El lobo de Wall Street del director neoyorquino, que si precisamente flojeaba era por el esquemático, distante, reiterativo y convencional retrato de la fauna yuppi de su film. Russell en cambio escapa del estereotipo, o simplemente observa y detalla más en profundidad el aspecto humano de sus personajes, y eso hace que todo en su conjunto sea más consistente, más convincente e incluso más conmovedor. Subrayado, eso sí, por las soberbias interpretaciones de Christian Bale, Amy Adams y Bradley Cooper, que prestan su piel para vestir de realidad los personajes y que de este modo nos interesen incluso más ellos que la intriga.

Javier Matesanz

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