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El lobo de Wall Street: memorias de un pirata bursátil

Bien mirado, el desembarco de Scorsese en el proceloso mundo de la bolsa, las grandes finanzas y las consecuentes y turbias fortunas derivadas del caos económico era cuestión de tiempo. Los excesos formales y el ímpetu narrativo son dos de sus principales señas de identidad estilística, y el delictivo territorio del fraude, las estafas y la corrupción es sin duda su escenario favorito. Al menos donde parece sentirse más cómodo y ha construido algunas de sus mejores y monumentales películas: Uno de los nuestros, Casino, Infiltrados o Gangs of New York, entre otras.

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Características todas ellas que encajan perfectamente en lo que sería la definición de Wall Street y las alimañas que lo habitan y transitan. Y Leonardo Di Caprio, recién salido de los fastos de El Gran Gatsby, también parece sentirse muy a gusto amasando dinero y perpetrando engaños millonarios: Atrápame si puedes, El aviador, Origen o incluso el acaudalado negrero de Django desencadenado. De modo que la que es ya su quinta colaboración profesional les ha venido rodada. Y más si la coyuntura actual se pone de su parte. Una depresión global que ha colocado la economía en el punto de mira social y como principal tema de debate popular, garantizando así la comercialidad del producto. Y encima va y uno de los protagonistas de las malas artes financieras de los ochenta y de la posterior – actual- debacle socioeconómica, Jordan Belfort, les brinda en bandeja el argumento y el personaje perfectos en forma de memorias de un pirata bursátil.

Así, con unos ingredientes casi infalibles en términos comerciales, el tándem ha optado por la fórmula del biopic, esquivando de este modo la verborrea y los trabalenguas de las intrigas o los dramas financieros, o las farragosas explicaciones de los entresijos –legales o ilegales- propios del complejo negocio de la bolsa, que el propio Di Caprio se encarga de ningunear mirando a cámara, y recomendando al espectador que centre la atención en lo “realmente importante”, que no es sino el dinero y todo cuanto exceso puede proporcionarnos cuando lo ganamos a espuertas. Y claro, con semejantes mimbres, la película no puede ser sino excesiva. Nunca aburrida, bien es cierto y pese a sus casi tres horas, pero insistente y reiterativa como lo son por definición todas las adicciones. Y la más poderosa de ellas, la más adictiva de todas las drogas, es el dinero (sic), que posibilita todo lo demás.

Por suerte Scorsese no remata la cinta con una moraleja. La ética y la moral son las grandes ausentes de la función en todos los sentidos. Ni tampoco pretende juzgar al gangster del dow jones que fue Belfort. Simplemente nos lo enseña. Tal vez con alguna vuelta de tuerca de más, con alguna inevitable concesión al espectáculo, pero basada en personajes y hechos reales por irreales que parezcan. Esas cosas pasan y esa gente existe. Y paga por sus pecados, aunque no siempre o no lo suficiente. Tras pocos años a la sombra, el granuja trabaja hoy, haciendo uso de las dotes de telepredicador que exhibe en el film, como formador de comerciales y brokers y, sin ningún rubor y con la desfachatez que Di Caprio tan bien encarna en pantalla, se ha autorretratado en el libro que inspira el film y, en vez de arrepentirse o avergonzarse, se ha vuelto a forrar.

Este es el mundo que tenemos, en este mundo vivimos y así nos va.

Javier Matesanz

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