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¿De verdad nos creemos tan buenos gestores? Pensémoslo dos veces…

A finales del año pasado (“Mente y dinero: algunas trampas psicológicas”), describíamos algunas de las jugarretas que nos juega la mente a la hora de adoptar decisiones financieras, tales como nuestra incapacidad para asumir los fracasos. Recomendábamos entonces la necesidad de ser conscientes de tales mecanismos mentales para reconocer cuando estamos cayendo en ellos. Pero ocurre que, una y otra vez, las personas tropezamos en las mismas piedras financieras. Así lo atestiguan los impagos de deudas, embargos, crisis, burbujas, inversiones ruinosas, fraudes y ahorros evaporados que ocurren todos los días, en todo el mundo.

Como bien expresa el columnista Morgan Housel en su blog de inversión The Motley Fool, parece que, tratándose de dinero y a diferencia a lo que acontece con otras especialidades, somos incapaces de aprender de nuestros errores, pese a que la información y los medios a nuestro alcance son incomparablemente mejores y más abundantes que décadas atrás. A continuación daremos un breve repaso a esos lugares comunes que todos solemos recorrer y que nos convierten en mucho peores gestores de lo que en principio nos creemos.

  • Solemos estar completamente seguros sobre cosas de las que sabemos muy poco, especialmente en finanzas. Odiamos “las finanzas” por ser complejas y confusas, pero sin embargo nos encanta el dinero. Y además no vemos ningún tipo de contradicción en ello.
  • Como consecuencia, resulta muy normal desconocer conceptos tan básicos como el interés compuesto y la inflación, lo que nos lleva a creer que adoptamos buenas decisiones cuando en realidad estamos perdiendo dinero. Se nos hace un mundo comprender, por ejemplo, que un retorno del 10% en 20 años genera mucho más dinero que uno del 20% en 10 años. Olvidamos que el activo financiero más valioso a nuestra disposición, además de la sensatez, es el tiempo.
  • Cuando por fin decidimos informarnos, acabamos buscando la información en aquellas fuentes que mejor se acomodan a nuestras creencias o juicios previamente establecidos. Perseguimos la confirmación, no el conocimiento.
  • Nuestra definición de “largo plazo” suele ser el lapso temporal que transcurre desde el momento presente hasta que nos lanzamos en brazos del siguiente acontecimiento o moda. Casi nunca reconocemos como válida la alternativa económica de “no hacer nada”, que no pocas veces es la mejor posible.
  • Tampoco nos gusta mirar al pasado ni tratar de entenderlo. Nuestra percepción de la historia se extiende, como mucho, a cinco años atrás (casi como Hacienda). Como escribía Carl Richards: “ignoras las historia, basando tus acciones en tu propia y muy limitada experiencia”. Ello nos lleva a tener una comprensión errónea, limitadísima, de la realidad.
  • Pagar intereses no debería constituir la parte más importante de nuestro gasto vital. Si eso es precisamente lo que nos está ocurriendo, significa que le estamos otorgando al futuro la propiedad de nuestras rentas. Mal asunto.
  • Nos escandalizamos cuando contemplamos a nuestro gobierno incurrir una y otra vez en déficit. No nos inquieta el hecho de que ver esa noticia en una televisión de 60 pulgadas comprada a crédito para el lujoso salón que amueblamos con la hipoteca de la casa que además nos permitió cambiar el coche e irnos de crucero al Caribe.
  • Asociamos nuestros éxitos económicos con nuestra habilidad y esfuerzo, mientras que nuestros fracasos son culpa de “la mala suerte”.  En lugar de aprender de ellos, demasiadas veces los ignoramos, enterramos, excusamos o buscamos un culpable externo.
  •  Contratamos los servicios de innumerables profesionales para gestionar nuestra salud, nuestros asuntos legales, forma física, transporte, educación, las reparaciones de la casa… pero nos creemos los mayores expertos en lo que a nuestro dinero se trata. Y así pasa lo que pasa.
  • Estamos tan preocupados por hacer dinero que olvidamos planificar nuestras finanzas. Trabajamos en empleos estresantes para que ese dinero ganado nos permita tener una vida libre de estrés. De nuevo, somos incapaces de detectar incoherencia alguna en esto.

Éstos son tan solo algunos ejemplos; hay muchos más, les animo a pensar en ello. Y si durante la lectura de esta entrada han ido afirmando con la cabeza, manifestando su acuerdo, no olviden que me estaba refiriendo a ustedes. Y, por supuesto, a mí mismo. Seguiremos reflexionando.

 

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