¿Por qué da tanto miedo la deflación?
Esa decisión, que a priori puede ser lógica, se convierte en un peligro de alto voltaje para la economía cuando se produce de forma generalizada. Es decir, cuando no es sólo el precio del coche el que se espera que baje, sino el de todos los productos. Y cuando la decisión no es sólo de una persona sino de toda la sociedad.
Eso es lo que ocurre cuando las economías están aquejadas de una dolorosa dolencia llamada deflación. Es decir, la caída continuada del precio que sólo puede llamarse así cuando se mantiene durante más de dos trimestres seguidos.
Pocos ciudadanos de a pie entienden que la bajada de precios pueda ser uno de los peores problemas a los que se tiene que enfrentar una economía. Lo cierto es que esa caída de precio y las decisiones de retraso de consumo conllevan una espiral diabólica.
Si esperamos a comprar ese estupendo coche rojo, éste quedará en el stock del concesionario, que no pedirá más vehículos a la fábrica, donde, a su vez, habrá que parar la producción y, sin trabajo que sacar adelante, no necesitará obreros y los despedirá. Estos, extrabajadores también ajustarán su consumo a su nueva realidad y gastarán menos. Y vuelta a empezar.
Pero aún hay más, como bien recordó hace unos días Paul Krugman, y otros muchos economistas a lo largo de historia, la deflación tiene otros grandes riesgos como el de empobrecer a los que tienen deudas, ya sean personas o estados. Los precios caen, pero la deuda se mantiene a los precios en que se contrató. Hay que seguir pagando los intereses con un dinero que cada vez tiene menos valor, por lo que en algunos casos la carga puede ser abrumadora. Si, además, esto le ocurre a un país, ese dinero que tiene que dedicar a pagar intereses de la deuda, lo debe retraer del gasto público. Y cercena así la mejor de las herramientas para luchar contra la deflación, activar el consumo de la población.
Con la actividad económica en recesión, hay que enfrentarse a la tercera maldad de la deflación. La necesidad de ajustar el coste del proceso de producción de los bienes y servicios. De todas las partidas en la que se pueden ajustar gastos, hay una especialmente clara de identificar, aunque difícil de implementar, es la reducción de salarios. En España, por ejemplo, reducir los salarios hasta la última reforma laboral era casi imposible, por eso el ajuste se hace eliminando puestos de trabajo.
Volvemos al principio, los desempleados gastan menos, las empresas recortan producción, despiden…
¿Cómo cortar esta espiral maldita? La solución no es nada fácil. Japón, por ejemplo lleva desde su crisis de 1990 aquejado de deflación, con una caída acumulada de precios del 25%. Apenas hace un año que ha conseguido que los precios vuelvan a subir, unas décimas.
La receta teórica es estimular el consumo para que mayor demanda implique subida de precios. Para conseguirlo, el Gobierno tiene que liberar la renta disponible de las familias; o bien creando puestos de trabajo o bien bajando impuestos.
Otra opción para combatir la deflación, es fabricar más dinero e inundar el mercado. De esta forma, se supone que en el futuro habrá más inflación y desbloqueará a los consumidores más reacios. Eso es lo que están haciendo en estos momentos lo grandes bancos centrales de las principales economías del planeta.