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A tiempo completo o el infierno laboral cotidiano

A tiempo completo es descorazonadora. Y no solo por lo que narra, que también, sino porque hoy tú, mañana yo, todos podemos ser sus protagonistas. Es pura actualidad. Y lo peor es que a la mayoría de nosotros no nos costaría nada imaginarnos en la piel de Laure Calamy, que borda el papel con un sufrimiento cotidiano que estremece. Y es que se trata de una película de corte realista, costumbrista,  que día a día, noticiero tras noticiero, va derivando hacia el terreno casi documental, cada vez más lejos de la ficción y más cerca de la desesperación. Habla de huelgas de transporte que nos incomunican, de problemas de conciliación que incompatibilizan familia y trabajo, de insolidaridad gremial por puro hartazgo, de un mercado laboral injusto donde los empleados son piezas del engranaje y no personas que trabajan, donde la oferta no satisface la demanda, pero quien demanda no puede exigir si quiere subsistir, y otras lindezas por el estilo que cada uno puede añadir según su experiencia.

La cinta es trepidante. Casi un thriller. Un drama social frenético, punteado por una banda sonora que es el equivalente acústico de una taquicardia, y un ritmo imposible que no cuesta imaginar en el escenario real de muchos trabajadores/as, con el estrés, el agotamiento y la impotencia que ello debe conllevar. Y créanme que el director Eric Gravel no busca el exceso, la hipérbole, el consabido abuso del “no se vayan todavía que aún hay más” para aleccionar desde la perspectiva proletaria de un cine comprometido. Es duro porque es duro. Es lo que hay. Pero el film es bastante proporcionado, incluso amable en un entorno insostenible. No especialmente apocalíptico. Y eso es lo que acaba por impresionar, por sobrecoger, ya que la odisea cotidiana, íntima, laboral y familiar de la protagonista resulta extenuante, desesperante, y ni siquiera es un caso de vulnerabilidad social extrema.

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